Casa da Cultura: Literatura, Artes, Geografia e Folclore do Brasil Assine
Gratuitamente
Voltar para o Índice Geral da Seção de Contos
Contos
Página Inicial da Casa da Cultura
Casa da Cultura

Seção de Contos da Casa da Cultura

La Agridulce Muerte de Juan

José Eduardo Miranda

Cuando el coche fue atingido por el vehículo que cruzó la señal roja, Juan fue arrojado a través de los cristales. Irónicamente conducía sin el cinturón de seguridad y fue el que menos daño ha sufrido. Los paramédicos le encontraron sobre una acera, distante unos ocho metros de aquel monte de hierros contorcidos que se transformó el Citroen que conducía. No dijo nada. Tenía los ojos paralizados y estaba conmocionado. Le llamaron. Pidieron que se identificara, cuestionaron su nombre, su dirección, teléfono de un familiar, pero no dijo nada más que «Estibaliz».

─ Tranquilo hombre, la chica quedará bien. ─ Le animaron, sin todavía decirle que su novia proseguía atrapada dentro del coche. ─ Te llevaremos al Hospital. ─ Exclamó uno de los que le atendieron. Metieron Juan sobre la hamaca con rodillas y rápidamente le introdujeron en la ambulancia. El conductor tardó doce minutos para entrar por el patio trasero del nosocomio, aparcar y permitir que el accidentado fuese entregado al servicio de urgencias que aquella noche trabajaba bajo las órdenes del Doctor Esteban, casualmente el padre de Estibaliz.

─ ¿Donde está mi hija? ─ Indagó el Doctor al percatarse que el paciente que acabara de llegar era su futuro yerno. ─ ¿Donde está? ─ Repitió. ─ Mi hija… Estibaliz… ¿Ella está bien?

─ Sí Doctor, viene ahora… ─ Dijo el paramédico, mientras rellenaba el formulario de ingreso de Juan.

Esteban acompañó el chico a la sala de curas. Determinó que le hiciesen un chequeo completo y que no ahorrasen en los análisis.

─ ¡No os olvidáis que es el novio de mi hija! ─ Ordenó el médico jefe.

Los bomberos trabajaban con prisa. La chica no tenía buena apariencia. Sangraba por la boca, por la nariz, tenía heridas profundas en el alto de la cabeza y la fractura expuesta del antebrazo era similar a la que pudieron constatar en una de las dos piernas. Estibaliz no reaccionaba a los estímulos indirectos. Estaba sin conocimiento. No abrió los ojos en ningún momento y respiraba con auxilio de los aparatos bajados desde la ambulancia.

─ ¡La perderemos! ─ Exclamó alguien.

─ Para nada… Estamos casi. Sólo nos queda unos hierros más y la chica será llevada al hospital, junto de su novio. Ya hemos enfrentado situaciones peores…

Sin siquiera percibieren, las últimas palabras del bombero optimista invadieron los tímpanos de la chica y le provocaron una sensación de bienestar. La verdad es que no lograba sentir el dolor y no era capaz de saber lo que había ocurrido. Estibaliz se encontraba en un plano distinto. Inconsciente a los factores externos, mantenía ilesos los recuerdos de los hechos ocurridos antes del accidente. Sabía que estuvo en la fiesta de cumpleaños de Jessica, su mejor amiga, y conservaba intactas las palabras de Juan diciéndole que necesitaba contarle algo.

─ Dime… ─ Manifestó la chica. Parada en una esquina del salón de la casa de su amiga, imaginaba que Juan le presionaría para acompañarle a su piso, para pasaren una velada de cuerpos desnudos, sábanas sudadas y almas satisfechas. Estaban juntos hacía tres meses y todavía no habían llegado a los finalmentes. Estibaliz era virgen. Los dieciocho años muy bien distribuidos en su cuerpo de nadadora, el dominio de tres idiomas, los preparativos para la carrera de abogado y el deseo de viajar por el mundo no le impidieron de preservar la ilusión de guardar su cuerpo al príncipe encantado que escogiera para marido. ─ Dime ahora, que resolveremos aquí. ─ Argumentó, cierta de que Juan querría hablar de sexo.

─ No cariño… Hablamos después… Vamos para un sitio más tranquilo. Es una cosa que no deseo compartir con nadie más, sólo contigo. ─ Juan pasó una mano sobre la cara de Estibaliz, sintió la suavidad de terciopelo y aproximó su boca. Cuando las narices se tocaron, cada uno movió la cabeza en sentidos opuestos y rápidamente las lenguas se abrazaron bajo la humedad caliente de la caverna bucal. ─ Te quiero. ─ Dijo él. ─ Eres lo más bonito que nunca jamás he tenido en mi vida.

─ Deja de ser tonto. ─ Exteriorizó Estibaliz.

─ De verdad… Nunca en mi vida he tenido y he amado a alguien como tú. ─ Después de otro beso, Juan la apretó con fuerza contra su cuerpo e inhaló su perfume. Metió la nariz bajo sus cabellos y aspiró el aroma de la chica que deseaba para siempre, a su lado. ─ Te voy a decir una cosa. ─ Juan libró Estibaliz de sus brazos y la mantuvo sujeta por las manos. ─ Pase lo que pase, siempre estarás aquí, en mi corazón. ─ Afirmó, mientras batía el puño cerrado contra el pecho.

─ Juan, por favor… Que raro. Hoy es sábado… Estamos nos divirtiendo. Deja de ser tonto, cariño, esta charla me esta agobiando… Lo sabes muy bien que también te quiero, y… ─ Juan la acercó nuevamente y la besó. Besó apasionadamente. Entonces la apartó unos centímetros y miró a sus ojos. Dos esmeraldas brillantes, expresivas, que destacaban la densidad de las cejas gruesas y negras. Rozó sus dedos entre los pelos de la chica y la fotografió en su memoria.

─ Jamás te olvidaré… ─ Él bebió otro vaso de refresco, Estibaliz repitió la tarta y salieran luego en seguida. Habían combinado de pasar en la casa de él. Tomarían café y conversarían con más intimidad. ─ Tengo un poco de vergüenza de decirte lo que tengo que decir, aquí, en público… ─ Se acercaron al garaje de manos dadas. Antes de entraren en el coche se besaron de nuevo y cada cual tomó su asiento. ─ Siempre te querré… No te olvides.

Como hacían todos los fines de semana, desde los tres últimos meses, cuando empezaron salir juntos, Juan era el conductor oficial. Como él no tenía coche, nunca Estibaliz se importó de entregarle el suyo. El chico era prudente, dirigía con cuidado y no le gustaban las bebidas alcohólicas.

Se conocieron en un bar y dos semanas después empezaron el noviazgo que iba muy bien. Se veían entre semanas y siempre quedaban a los sábados y domingos. Él era nuevo en la ciudad. Vivía solo, en un piso que Estibaliz iba a conocer aquella noche, y se preparaba para unas oposiciones a un órgano gubernamental. Le dijo, un día, que dejó la carrera de Derecho porque no creía en la justicia. «Mientras no exista la igualdad definitiva, para todos, nunca jamás uno podrá hablar de justicia». Argumentaba, subrayando que la desigualdad y la discriminación estaban plantadas en la cabeza de los hombres. «La gente cría sellos, inventa rótulos y trata a todos con desigualdad… Los extranjeros, los enfermos, los gays nunca serán felices porque son como son», solía afirmar, de la nada.

Dos manzanas después de la casa de Jessica, Juan frenó bajo un semáforo. Era tarde, pero ni la madrugada le hacia cruzar el rojo. Miró hacia el lado, sonrió a su chica y repitió que la amaba. Engató la primera velocidad y avanzó inmediatamente después que la luz verde encendió. Del lado contrario venía un borracho. Conducía su todoterreno en exceso de velocidad y siquiera vio que el Citroen ya estaba en el medio de la pista.

─ Ya está… Que la llevemos rápido. ─ Estibaliz fue colocada en la ambulancia y el conductor siguió el mismo trayecto del que había llevado Juan. Tardó cuatro minutos menos, y cuando llegaron el Doctor Esteban estaba en el patio, ansioso. ─ Ella está inconsciente. ─ Le dijo el paramédico.

La hamaca fue empurrada al quirófano y Esteban acompaño de cerca su mejor amigo, traumatólogo como él, reconstituir la pierna izquierda de su hija, apretar los tornillos colocados en el brazo derecho y suturar las heridas de la cabeza. Estibaliz quedó dos semanas inconsciente, sumergida en un trauma cerebral que los médicos identificaron de coma parcial. Los diez primeros días ella permaneció en la CTI, bajo cuidados intensivos, y después que recuperó la autonomía respiratoria fue transferida para un apartamento particular situado en la segunda planta del Hospital.

Despertó un jueves por la tarde. Abrió la mitad de los parpados y no reconoció el ambiente. Sintió el calor de una mano sobre la suya y escuchó murmullos que llegaban de lejos. Cerró los ojos e instantes después volvió abrirlos. El cuarto era blanco. Un armario marrón estaba situado delante de la cama y pudo percibir que la puerta de la habitación era gris. Viró hacia el lado izquierdo y notó su brazo conectado a unas gomas que terminaban en un recipiente de suero. Sintió el peso de la escayola del brazo derecho y vio la pierna izquierda sujeta por una pequeña grúa.

─ Mamá… ─ Susurró, al comprobar que su madre la acompañada en aquel ambiente. Sentada en una butaca, al lado de la cama de la hija, Mercedes leía el periódico del día anterior. La mujer estaba abatida, tenía los ojos sumidos tras unas manchas profundas bajos los parpados. Desde que supo del accidente de la hija se instaló en el hospital y apenas iba a su casa. ─ Mamá… ─ Repitió la chica.

─ Estibaliz, cariño… Has despertado. ─ Dijo al hacer una señal para Jessica, que venía todas las tardes, después de sus clases, y quedaba hasta hacerse noche. ─ Estoy aquí hija, estoy aquí, todo quedará bien. ─ Habló con ternura mientras Jessica dejó el cuarto y corrió para llamar Esteban.

─ Mamá… ¿Qué ha pasado? ─ Indagó. ─ No acuerdo de nada.

─ Cariño, habéis sufrido un accidente de coche. ─ Reveló, sin enumerar los detalles.

Esteban entró apresado, se puso de rodillas junto a la cama y cogió la mano de la hija. No dijo nada. Bajó del santuario médico y se colocó en el mismo andamio de los hombres terrenos que creen en lo Divino. Contuvo las lágrimas e hizo una silenciosa oración de agradecimiento. Su hija estaba salvada.

─ Mamá… Papá… Juan, ¿Dónde está Juan? ─ Preguntó, con los ojos completamente abiertos. ─ Él… Aquél día él… Nosotros… Mamá, papá, íbamos para su piso, para… ─ Estibaliz tentó buscar una posición mejor en la cama, pero no pudo. Estaba débil, tenía la pierna presa por cuerdas y el brazo derecho importunaba. ─ Juan… Juan… Por favor, decidme ¿dónde está Juan?

Con una mano sobre la cara y la otra sujetando el codo, Jessica no se controló y se puso a llorar. El llanto era fuerte. Profundo… Estibaliz era su mejor amiga y le dolía mucho compartir de un momento como aquel. Las dos se conocían desde la guardería. Frecuentaron el mismo instituto, viajaron hasta Londres para estudiar inglés y planeaban dividir el despacho de abogado. Siempre se contaron sus secretos y una estaba al corriente de la vida de la otra como nadie. Jessica proseguía llorando. Sabía que la compañera se había enamorado de Juan. Aún cuando estaba en su casa, antes del accidente, Estibaliz le dijo que aquella iba a ser la noche que se entregaría completamente al novio, porque tenía la sensación de que él era su príncipe: era el hombre que llegó para transformarla en mujer.

─ Hija… ─ Manifestó Esteban. ─ ¿Estás bien…? No te lo imaginas el susto que hemos llevado. Pensamos que te íbamos a perder, cariño.

─ Papá… Papá… ─ Insistió Estibaliz, con la voz debilitada. ─ Por favor, dime la verdad, ¿qué ha pasado con Juan? ─ Esteban levantó y se puso de espalda a la cama. No logró contener una lágrima que se aventuraba solitaria por el camino de arrugas, marcado en la cara. El Doctor estaba acostumbrado atender casos trágicos, reconstituir miembros destrozados, reimplantar órganos descepados y tratar de gente que quedó minusválida. Se creía fuerte, pero aquella experiencia era distinta. La paciente era su hija, y nunca antes le había mentido. ─ Papá… Sabes cuanto confío en ti. Por favor, dime la verdad. ─ Esteban se acercó a la hija. Cogió la mano que Mercedes sujetaba y la besó. Miró a los ojos de Estibaliz. Analizó el estado de las cicatrices de la cabeza y notó que todo iba bien. No quedarían marcas muy exageradas en la piel, y unas cuantas secciones de fisioterapia serían suficientes para que recuperase el movimiento de la pierna y del brazo. ─ Papá… ─ Insistió la chica.

─ Hija… Acabas de despertar. Has quedado tanto tiempo inconsciente que…

─ Papa, te lo juro, estoy bien… Sólo quiero saber dónde está mi chico. Le quiero, tengo el derecho de saber lo que le ha pasado, estábamos juntos y… ─ Estibaliz fue interrumpida por una tos seca. Sintió que el aire le faltaba en la garganta y notó un cansancio repentino. ─ Te lo pido, no me esconda nada, por favor.

─ Hija… ─ Esteban cambió miradas con Mercedes y con Jessica. Besó la frente de su hija y dejó que las propias lágrimas vertiesen. La pérdida se había confirmado y día menos día Estibaliz descubriría. El duelo estaba instaurado en el seno de su familia y la persona más afectada no podía ser engañada. ─ Hija, lo siento… Siento mucho. ─ Musitó en tono definitivo.

La chica cerró los ojos y comprimió los labios.

Su llanto era silencioso. El dolor era más fuerte que el dolor de los huesos rotos, y más agudo aún que el dolor que sentía en los puntos que remendaron su piel. Había perdido su príncipe, y sabía que desde aquel instante padecería por la pierda del chico que más quiso en su vida, y sufriría, eternamente, la culpa por no le haber dado lo que planeaba darle aquella noche: su cuerpo, su intimidad, su inocencia.

Esteban quedó unos minutos en compañía de la hija. Le acarició los pelos y tentó decir palabras de estímulo, de afecto y de pésames. La besó en las mejillas, cogió la mano de Mercedes y también la besó. Eran una familia feliz, sin traumas, sin complejos y muy unida. Le hizo una señal con los ojos a su mujer, y salió al pasillo, llevando Jessica con él.

─ Por favor… Lo sé cuanto sois amigas, pero así es mejor. ─ Declaró, casi implorando. ─ De una manera, o de otra, Juan ha muerto.

─ Todo bien, Doctor Esteban… Le entiendo bien. Es lo mejor para Estibaliz.

Después que Jessica volvió a la habitación, Esteban caminó hacia la cafetería del hospital. Pidió un café solo, cogió la taza y sentó en la única mesa que había disponible. Puso dos pastillas de edulcorante dentro del líquido negro y bebió un sorbo. Dejó sus pensamientos volvieren a unos días pasados y recordó la cara de pavor de la enfermera que le llamaba para inspeccionar los análisis de su futuro yerno. Esteban dejó la consulta apresado. Preocupado… Anduvo rápido, imaginado lo peor: una hemorragia, un tumor, una fatalidad. Entró en la sala de curas casi sin aire y encontró Juan vestido con una bata que apenas cubría su cuerpo delgado. Cogió las radiografías de la pelvis, comprobó que no había ningún hueso roto, se acercó para examinar el novio de su hija y le vio en pelotas por la primera vez. Jamás olvidaría aquella imagen.

─ Juan… ─ Susurró sin comprender como pudo pasar con ellos.

Esteban bebió otro trago de café, metió la mano en el bolsillo de la camisa y sacó el billete que Juan escribió para su hija, dos días después del accidente, cuando tuvo alta.

No le leyó, porque lo sabía de memoria:

Estibaliz, cariño, lo sé que quedarás bien.

Siento por todo lo que ha ocurrido y siento todavía más por no haberte dicho lo que tenía que decirte. Creo que el accidente fue una señal…, porque en la hora “H” lo sé que iba fallar. Jamás tendría coraje para expresarte la verdad, mirando a tus preciosos ojos verdes. No, infelizmente no tengo cojones.

Me voy… Voy pero te llevaré conmigo porque te querré para siempre.

Cuídate bien y perdóname la cobardía de huir sin decirte siquiera un adiós.

Juana

 


O autor, José Eduardo Miranda mora em Linhares no Espírito Santo, é doutorando em Direito pela Universidad de Deusto, em Bilbao, Espanha; Doutorando em Relações Internacionais pela Universidad del País Vasco (EHU); Estudios Avanzados, a nível de Mestrado,em Direito Comercial, pela Universidad de Deusto; Especialista em Direito Comercial, Especialista em Metodologia do Ensino Superior; Membro da Cátedra UNESCO de Formação de Recursos Humanos para América Latina; Membro da Cooperative Asociation of Law; Pesquisador de Ezai Fundazioa, órgão mantido por Mondragón Coorporación Cooperativa; Professor do Curso de Direito e Coordenador Acadêmico das Faculdades Integradas Norte Capixaba.

Contatos: liburua_zeca@yahoo.es

Publicada em 21/03/2005